jueves, 10 de septiembre de 2009

Lectura de Antígona

Noelia Billi. Estudiante avanzada de Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Sus áreas de investigación son, además de los estudios de género, los atravesamientos político-institucionales en las textualidades filosóficas y literarias. Junto al grupo de producción de pensamiento (Ya no) Babelia, participa en la coordinación y despliegue de espacios donde la creación de nuevos modos de hacer, pensar y sentir sean posibles.

Ensayo sobre Antígona

Análisis exhaustivos que provienen de las más diversas tradiciones atestiguan la riqueza y la función heurística que Antígona habrá tenido a la hora de abordar el campo problemático de la ética y la política. Las sucesivas interpretaciones de la tragedia de Sófocles –desde el momento mismo de su insistente representación en el s. V a.C- hablan de los modos en que cada sociedad fue capaz de pensar y apropiarse de las problematizaciones que allí se dejan leer. Así pues, nos dejaremos interpelar por este bello y polémico texto: esperemos, entonces, que nuestra lectura devenga ensayo, “una prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad... una ‘ascesis’, un ejercicio de sí, en el pensamiento” [Foucault:1986, 12]

Nuestro trabajo, en fin, consistirá en plantear algunos interrogantes desde una perspectiva de género: formularemos preguntas al texto, eventualmente a nosotros mismos como lectores, y todo desde esta particular forma de leer que es el indagar las condiciones de posibilidad de las formas de pensar, sentir y hacer atribuidas a lo masculino y a lo femenino, en un determinado contexto sociohistórico. En la medida en que la ética precisa constituirse como un espacio de interrogación incesante, no puede desestimarse una tentativa –evidentemente política- de evitar la clausura de los sentidos que atribuimos a los textos y a los conflictos que en ellos se dejan ver. Si la ética -pero no sólo ella- tiene algún sentido para nosotros actualmente, tal vez sea porque se espacializa en las grietas de lo instituido, grietas que a su vez contribuye a visibilizar. Habida cuenta de que las formas de pensar-sentir-hacer en un tiempo y espacio dados se presentan, en general, como instancias estáticas, inmóviles, ahistóricas por sustraerse del tiempo de lo social histórico instituyente, es válido transitar el planteo posible de una temporalidad (política) de la ética que, en al instaurar la pregunta -en los bordes, pero también por los bordes- a la vez rompa con las cristalizaciones de sentido, poniendo en movimiento los límites que están siempre re-trazándose, creando lo nuevo. La creación como una política de la ética, como la instauración misma de los quiebres donde formas nuevas pueden advenir. Y hacer esto (nos) implica pensar la relación de lo ético y lo político, es decir, problematizar el modo en que un determinado orden social es capaz de demandar(se) y producir(se) determinadas formas de ser sujeto, a fin de sostenerse.

¿Crítica a la tiranía o tiranía del género?

La querella que adquiere mayor visibilidad en la tragedia es la encarnada por Antígona y Creonte. La joven se presenta como hermana, hija y futura (luego frustrada) esposa. Debe notarse que todas estas denominaciones adquieren sentido al interior de la institución familia de la Grecia del s. V a.C., la cual tenía como polos de referencia privilegiados a los hombres, varones, del grupo (recordemos que, en general, las familias eran grupos extensos nucleados por el oikos, donde la intensidad y “dirección” de los afectos se daban de un modo no analogable a la familia nuclear burguesa –emergente de la modernidad y de la cual somos nosotros producto. En la Antigüedad Clásica existía una fuerte continuidad entre el ámbito público y el doméstico: ambos eran atravesados por las líneas de fuerza ético-políticas de un modo visible, a diferencia de la modernidad donde se pretende “limpiar” el ámbito doméstico de las cuestiones políticas y al ámbito público de las temáticas éticas, asociándolas a cierta psicología individualista. Tal escisión no es pensable en la Grecia Clásica, donde en el s. IV a.C., pensadores de la talla de Aristóteles serán capaces de conceptualizar virtudes fundamentales, tal el caso de la phrónesis [prudencia], como pasibles de obtención en el ámbito de lo público-político –aun si es una virtud individual- a partir del cual se difunden al interior del ámbito doméstico.) [cf. Aubenque:1999, especialmente pp.50-56] Esto da cuenta de la esfera en la cual las subjetividades femeninas podían hacerse de algún estatuto social: el ámbito de lo doméstico se privilegia al punto de inhibir la exposición en la esfera pública (excepto para ocasiones que no tienen, quizá, más valor que el de la excepción que rigidiza la regla). El hecho de que las relaciones parentales bajo las cuales Antígona se encuentra a sí misma dependan semánticamente de los miembros de identidad de género masculina de la familia, se condice con lo anterior: si bien la femineidad socialmente reconocida (es decir, en forma “positiva”) es un bien adquirible dentro del oikos, ella está subordinada inequívocamente a la masculinidad, cuya constitución y reconocimiento son dados únicamente por otros varones en el ámbito público-político [cf. Vernant:1993 que en “La organización del espacio” trabaja la ‘sexuación política’ de la espacialidad griega; y también Pommeroy:1975, especialmente “Images of Women in Literature”]. Este rasgo se acentúa en el caso singular de Antígona, habida cuenta que los miembros varones del linaje en que se inscribe pertenecen al gobierno mismo de la ciudad.

Creonte, por su lado, es dibujado como un tirano, razón política ciega a cuestiones que excedan la ley y el bienestar de la ciudad: nada tienen que decir al tirano las relaciones familiares propias (Hemón y Eurídice) y ajenas (Antígona y su ascendencia), las que se sustentan en la religión (leyes divinas) o las basadas en la autoridad que otorga la edad y el don profético (Tiresias).

Tanto Antígona como Creonte son trazados con bordes rígidos, lo cual da razón a las lecturas que hablan de una ciega obstinación de ambas partes, de una impermeabilidad a los argumentos del otro, de una incapacidad de autolimitación y al mismo tiempo de tejer conjuntamente las leyes divinas con las civiles. Algunos autores pueden incluso equiparar, contra las interpretaciones más tradicionales, la actitud del soberano con una ‘religiosidad’ orientada a la esfera pública, mientras que la ‘religiosidad’ de Antígona tiene su epicentro en el hogar doméstico [Vernant:1987, 36]

No es del todo inverosímil afirmar que Antígona puede ser leída como una crítica a las tiranías (recordemos que es creada en el período democrático ateniense, lo cual permite imaginar que los oyentes de aquel tiempo se consideraban en una situación bastante diferente de la representada en el teatro). En este sentido, es sugerente la reticencia a la argumentación de ambos personajes, en clara oposición a la situación democrática en la cual la tragedia fue estrenada. Recordemos que en aquel período las resoluciones son deliberadas en conjunto por los ciudadanos, grupo conformado por los varones mayores libres propietarios atenienses. A su vez, la tragedia misma devino una institución del socius ateniense, analogable a los órganos políticos y judiciales [Vernant:1987, 26]

Suponer, entonces, que la crítica implícita se dirigiera al carácter tiránico de Creonte, dejaría a Antígona en el lugar de víctima. Así, la obstinación y autosacrificio de la doncella serían leídos como un efecto de la acción creontina, y por ende, como una crítica a la tiranía sin más. Esta lectura subrayaría apropiadamente las consecuencias nefastas de un gobierno despótico donde las leyes son dictadas por una sola persona, o más bien, donde la ley se identifica con la persona misma del soberano. Esta perspectiva puede, en parte, ser sustentada por dos pasajes textuales. En primer término, ante el decreto creontino de mantener insepulto el cadáver de Polinices, el coro asiente –si bien con algo de temor, según anota Graneros en su edición del texto [Graneros: nota 29] reafirmando la legitimidad del hacer de Creonte: “Puedes legislar como quieras respecto de los muertos y de los que estamos vivos” [Sófocles: v. 13-14]. Del carácter despótico e ilimitado en sus efectos del poder tiránico, Antígona misma es quien se expresa: “Y mi acción sería aprobada por todos éstos, si el temor no atara su lengua. Pero el poder absoluto, entre otras muchas cosas de que goza, también puede hacer y decir lo que le plazca.” [Sófocles: v. 505-507]. Allí, tal vez, se inscribe la posibilidad de que los cuestionamientos al decreto de Creonte sean entendidos por éste como amenazantes de su propia persona, siendo el tratamiento dado a las diferencias -a las creencias y prácticas divergentes- el de reducirlas a un lugar de “oposición a”, en lugar de tomarlas en su propia especificidad. Así pues, los argumentos y sentimientos no sólo son "de los otros", sino que devienen "la otredad" misma.

Asimismo, no es sólo una acción determinada –la exposición del cadáver a los animales de carroña- lo que se impone, sino que a través de ella se instituye una jerarquía de valores, en la cual sentimientos amorosos, creencias religiosas y razones prudenciales son subordinadas a los “intereses de la ciudad” -que en este caso se identifican con los criterios de su soberano. Con la misma lógica, al estar identificados el poder político y la virilidad, se opera una “sexuación” de los ámbitos de acción y las razones para actuar en ellos. En el caso que nos ocupa, se advierte una partición binaria y jerarquizante, a través de la cual se postula el ejercicio del poder gubernamental como modo masculino y privilegiado de ser, al tiempo que se descalifica el resto de las acciones, quedando éstas bajo la sospecha de responder a una “sumisión a las mujeres” [Sófocles: v. 746] y por tanto de “afeminamiento” e inferiorizadas (cf. todo el diálogo entre Creonte y Hemón [v. 630 – 765], especialmente notables son líneas como: ‘Eres esclavo de una mujer. No me importunes más’ en boca del tirano [v. 756], lo cual descalifica de plano todo argumento ligado a lo femenino).

Ante este cuadro nos preguntamos: ¿Sófocles podría haber situado la trama en una situación de democracia, en vez de en una tiranía? Si así fuera, ¿el desenlace hubiera sido otro? (Este preguntar forma parte de la ficción teórica que en el inicio de este escrito hemos nombrado como ‘ensayo’: no debe olvidarse que las tragedias se inspiran en historias míticas donde la invención de la democracia no ha tenido lugar aun. Por otro lado, es precisamente a través de los contrastes entre la realidad ‘representada’ y la realidad ‘efectiva’ del auditorio, que la tragedia obtiene su potencia problematizante y su espíritu crítico. Cf. Vernant:1987, 16 y 27). Pues bien, intentemos pensar si, en el caso que la orden de no sepultar a Polínices hubiera emergido de la deliberación de los ciudadanos en la asamblea (una de las instituciones políticas creadas al interior de la democracia ateniense) Antígona se hubiera resignado a ella pacíficamente. Asentir a esta posibilidad exige su despliegue. Antígona, en tanto mujer, no hubiera formado parte del grupo de ciudadanos que conjuntamente deliberaron y tomaron una decisión. Con lo cual, sus razones para acatar las leyes de la ciudad no habrían sido una consecuencia de haber presentado sus argumentos en el órgano democrático de la ciudad, de haberse hecho parte de la deliberación. Luego, puede ponerse en duda que el carácter violento de Antígona [Sófocles: v.471-2] no hubiera de aparecer en tales circunstancias (democráticas) y, por tanto, que la reacción de Antígona fuera precisamente eso: una reacciónante la tiranía instituida. Con ello, claro está, se debilita la posición que coloca el nudo conflictivo de la tragedia en el cuestionamiento a la tiranía. Aunque tal vez no sólo eso.

La pensadora estadounidense Martha Nussbaum manifiesta sentir admiración –muy parecida, quizá, a la compasión– por el personaje de Antígona, sentimiento del cual intenta dar razones en La Fragilidad del Bien [Nussbaum: 110-1] Dicha admiración parece sustentarse en el hecho de que la joven padezca un dictamen que no acepta, al elegir sus argumentos ante los de Creonte, aunque optara así por la muerte pero también por su dignidad. Ahora bien, las coordenadas interpretativas de tal "defensa de la propia dignidad" están dadas, creemos, por un resistir la aceptación de lo que aparece como injusto, siendo que la injusticia mana de un tirano que incluso es capaz de castigar con la muerte la desobediencia a sus decretos. Tal clave de lectura pone en primer plano una suerte de carácter heroico de la doncella, a la vez que su opuesto correlativo: el obstáculo a vencer representado por la obstinación de Creonte. Tanto como cualquier heroísmo, el que a nosotros nos sugiere la lectura de Nussbaum hace hincapié en una personalidad(en el sentido moderno, en términos de sujeto de conciencia que tiene en sí mismo la causa, intención y propiedad de sus pensares y prácticas) que acaso resuene "anacrónicamente" con los románticos del s. XIX, quienes albergan en su interior las tempestades de la pasión (familiar, fraternal o conyugal) como lo opuesto a unaracionalidad fría y calculante, emergente también de y en la modernidad. Lo cual deja, si no a un lado, al menos en un lugar secundario, las condiciones de posibilidad sociales e históricas (es decir, institucionales y políticas) de las decisiones y respuestas de Antígona en la coyuntura recreada por Sófocles. Carece de ingenuidad nuestro decir del “anacronismo”, al referirnos a la heroína romántica. En primer término, en la medida en que las acciones –categoría en la cual algunos incluyen la muerte como sitio a través del cual Antígona verdaderamente se agencia de sus actos y de su ser [cf. Iriarte y Zambrano]- son reconocidas como “heroicas”, la doncella no puede sino ser nombrada con adjetivos que describen lo más excelso de la virilidad (habida cuenta de la inexistencia de una lengua que diga la gloria –trágica o no- en y de lo femenino) [cf. Iriarte y Louraux]. Lo cual lleva a pensar que antes que una “super mujer”, Antígona “deviene varón” en su hacer heroico. De allí que la heroicidad detectable deba ser puesta, en última -pero no única- instancia, en relación con los héroes míticos (sobre ellos no nos explayaremos, aunque insistimos en aclarar que distan mucho de asimilarse a los que la modernidad instituye: el universo del mito se localiza en un pasado lejano donde los héroes poseían habilidades sobrehumanas, lo cual los convertía en cuasi-dioses; mientras que en la modernidad se parte de la existencia efectiva del Sujeto, a partir del cual se “inventa” el romántico como su negativo). Diremos en segundo término: no incluir en los protocolos de lectura de las tragedias de Sófocles las referencias a lo político –es decir, no sólo al tipo de gobierno efectivo de la ciudad y su despliegue en y a través de instituciones, sino también a los modos de subjetivación diferencial de los varones respecto de las mujeres, de los libres respecto de los esclavos, de los propietarios respecto de los que no lo son, etc.– es eludir una cuestión que los griegos en general(Sófocles, en este caso) colocaban en un lugar preponderante [cf. Vernant:1987, 15-42; Foucault:1984, 39-59]

En el hipotético caso de que la acción se desplegara en un contexto democrático, ¿acaso Antígona no hubiera sido vista como un elemento disgregador de la democracia que constituía la identidad de los ciudadanos, y por tanto, como condenada a muerte con justicia? Aunque si así fuera, si la muerte hubiera sido justa para los espectadores, tal vez Antígona no hubiera sido una tragedia, dado que el conflicto trágico- una antinomia entre dos posturas igualmente aceptables puestas en tensión insuperable- no hubiera alcanzado tal estatuto. Tal vez la posibilidad del conflicto hubiera desaparecido ante lo que a todos se les presentaba como evidencia: las decisiones tomadas por los ciudadanos (varones) devienen ley que debe ser obedecida por todo/a ateniense, so pena de exclusión (ya sea por destierro o por muerte). Factum que no podía cuestionarse, quizá, sin cuestionar a la vez las cláusulas de inclusión al conjunto de los ciudadanos. Como es de suponerse, toda condición de inclusión tiene por correlato la exclusión de ciertos individuos; en el caso que nos convoca tanto las mujeres como los jóvenes y esclavos quedan por fuera de la ciudadanía.

Precisemos a qué nos referimos con cláusulas de inclusión/exclusión, dado que abre a un plexo de referencias vasto.

En principio aludimos a aquellas que regulan la dinámica de dos espacios diferentes. Uno es el de deliberación e institución de leyes, de promulgación y ejecución de decretos, etc. Este es el espacio que llamaremos de ciudadanía, quedando configurado como aquel en el que los involucrados se constituyen en legisladores, con lo cual les es lícito considerarse autónomos (es decir, como dándose leyes a sí mismos). Ahora bien, el campo de acción de estas leyes no se reduce al espacio de ciudadanía, sino que regulan un espacio mucho más amplio, que incluye a mujeres, niños, jóvenes y toda aquella persona en territorio ateniense. A este espacio heterogéneo lo llamaremos de legalidad, en el cual los involucrados quedan bajo la jurisdicción del sistema legal instituido en el espacio de ciudadanía; estando la mayoría de sus integrantes excluidos del espacio de ciudadanía, el espacio de legalidad es, por definición, heterónomo (es decir, se regula por leyes que no contribuyeron a instituir). Nótese que el espacio de legalidad contiene al de ciudadanía, con lo cual la inclusión al primero es condición necesaria pero no suficiente para pertenecer (actual o potencialmente) al segundo. La ciudadanía queda, entonces, regulada por cláusulas de inclusión/exclusión diferentes (en este caso, sólo los varones libres mayores propietarios atenienses pueden legítimamente considerarse ciudadanos).

Nos gustaría indagar las condiciones de posibilidad de tales delimitaciones. Puede sostenerse que ambos espacios son instituciones socio-históricas constituidas por las/os atenienses de la época, pero también que sus subjetividades son constituidas en y por el atravesamiento de las instituciones mencionadas. Teniendo esto en cuenta, pensamos que la sociedad instituirá modos de subjetivación diferenciales respecto de aquellos que serán incluidos/excluidos en/de un espacio u otro. De modo que quisiéramos enfatizar no tanto la “aplicación” de criterios “sobre” individuos ya constituidos –criterios que definirían a posteriori distintos regímenes políticos, sobre sujetos que son “naturalmente” de cierto modo o bien “neutralmente” constituidos en un espacio pre-político– sino más bien el hecho de que los modos de subjetivación intrínsecamente suponen un carácter político, los cuales serán los que configuren las cláusulas de inclusión/exclusión al espacio de la ciudadanía (aquel donde los sujetos ejercen la autonomía). En este sentido cabría, quizá, releer aquellos pasajes en donde Martha Nussbaum se refiere a la creación de la ciudad como un “instrumento”, que sería aplicado a la naturaleza por parte de los seres humanos (¿varones?), lo cual abre la posibilidad de entender que en su concepto –el de la pensadora- la ciudad sería un ente trascendente a los ciudadanos, creado por ellos una vez que su subjetividad está completamente constituida. Si tal conjetura fuera legítima, podríamos ver un cuestionamiento a una posición como la de Martha Nussbaum en los escritos de Cornelius Castoriadis, cuya lectura de Antígona transitaremos a continuación.

C. Castoriadis observa que en el primer estásimo (v. 332-375) Sófocles claramente alude al carácter autocreador del ser humano [Castoriadis: 25]. A diferencia de Esquilo, quien –en Prometeo Desencadenado– suponía una antropogenia (y por tanto un origen extra-humano/social/histórico del hombre), Sófocles explicitaría la condición esencialmente autopoiética del hombre, quien se ha dado/enseñado a sí mismo las diferentes artes, incluido el lenguaje. Castoriadis extrae de aquí la tesis de que la esencia humana consistiría en crearse los hombres a sí mismos, no de una vez y para siempre, sino de un modo constante y permanente. Entonces, el canto que Sófocles presenta a la ciudadanía ateniense sería un testimonio de la conciencia que a la misma le era lícito tener: conciencia de ser constituyentes y constituidos de/en su propia realidad y, por tanto, reservándose la potencia de desinstitucionalizar lo existente para crearse diferentes. En este sentido, cabría preguntar quienes poseían tal conciencia y qué uso le daban.

Nos encontramos, entonces, con una lectura de Antígona diferente. En ella lo que tiende a subrayarse es el error de sostenerse en un monos phronein, en vez de situarse en el ison phronein (que traducimos: ser el único en “pensar justo”, y “pensar justo” en conjunto, respectivamente): “Antígona es...una cima del pensamiento, de la actitud política democrática, que excluye y condena el monos phronein, que reconoce la húbris [naturaleza] intrínseca de los hombres, le responde con la phrónesis [prudencia] y enfrenta el problema último del hombre autónomo: la autolimitación del individuo y la comunidad política” [Castoriadis: 27].

Sabemos que los varones ciudadanos podían considerarse autónomos, dado que siendo ellos mismos quienes deliberaban y dictaminaban leyes y penas, se daban a sí mismos (auto) las leyes (nomos) con las cuales organizaban la ciudad. Los sujetos de la Grecia clásica se constituían como sujetos en tanto pertenecientes a la ciudad, sin ella no eran nada –tristemente célebre es el caso socrático, donde el filósofo prefiere morir a causa de las leyes de Atenas que vivir fuera de ella. Es decir, su destino ético estaba subordinado a su destino político. Recordemos una vez más aquello que Aristóteles establecerá en el s. IV a.C.: la Política es, de las Ciencias Prácticas, la arquitectónica; lo que significa que es en el ámbito político donde se definen las metas a las que tenderá tanto la ciudad como los individuos que la conforman. De este modo se subordinan a la Política el resto de las Ciencias Prácticas, incluida la Ética. Esto implica considerar la Etica como un ejercicio de la virtud, principalmente a través de la articulación de los medios adecuados a los fines buenos. La importancia de la prudencia para alcanzar la vida buena, atestigua la subordinación antedicha, dado que aquella virtud intelectual sólo puede ser adquirida por los varones libres mayores que puedan ejercitarse políticamente [cf. Ética nicomaquea, especialmente los libros I-III y VII-X]

Ahora bien, dado que la actividad política de las mujeres era nula [Mosse: 54-66], lo que queda en cuestión es la posibilidad misma de una ética para las mujeres. Principalmente si consideramos que la reflexión moral era una práctica de sí, un gobierno de sí, cuyo fin era la “elaboración de la conducta masculina hecha a partir del punto de vista de los hombres y con el fin de dar forma a su conducta[s]... en las que habrán de hacer uso de su derecho, poder, autoridad y libertad” [Foucault:1986, 24]; ésto excluye por principio a las mujeres, quienes se definían, al igual que los esclavos y los jóvenes, por su minoridad, y la consecuente necesidad de tener un tutor. “Esta minoría [jurídica] se refuerza con la necesidad que [la mujer ateniense] tiene de un tutor, un kyrios, durante toda su vida: primero su padre, después su esposo, y si éste muere antes que ella, su hijo, o su pariente más cercano en caso de ausencia de su hijo. La idea de una mujer soltera independiente y administradora de sus propios bienes es inconcebible” [C. Mosse: 55; cf. Sissa: 103-104]

Luego, cabe meditar si la crítica al monos phronein tendría el mismo peso al recaer sobre un ciudadano que sobre alguien que no lo era, si un espectador que no fuera ciudadano hubiera entendido el conflicto que estaba presenciando de la misma manera. Imaginemos que una mujer hubiera asistido a la representación y hubiese tenido la suficiente formación para entender la trama de la obra –dos factores que no son seguros en absoluto–, ¿habría reflexionado acerca de la necesidad de autolimitarse, de ejercer sobre sí un trabajo que podría otorgarle un gobierno de sí? ¿Acaso para ello no hubiera sido preciso también una conciencia de sí como capaz de autogobernarse, autolimitarse? ¿A quién se dirige la afirmación de la democracia en Antígona? ¿Cuáles son las posibilidades de transformación de sí que ofrece a quienes no conciben tal posibilidad? Y, por otro lado, si una mujer hubiera tenido la voluntad de transformarse, y por ende, de constituirse como sujeto tan autónomo como los ciudadanos ¿hubiera sido beneficioso para la democracia ateniense? ¿Podía problematizarse a sí misma en este aspecto: produciendo subjetividades que estando excluidas del ámbito político aspiraran a incluirse en él?

¿Leyes de la ciudad vs. Leyes divinas?

“Ciertamente, uno de los principales motivos de orgullo de los atenienses, hijos espirituales de Pericles, fue haber desarrollado un orden civil que incorporaba las exigencias de las ‘leyes no escritas’ de la obligación religiosa y las respetaba” [Nussbaum: 112]. Aun, como bien aclara Nussbaum, sería una simplificación sugerir que el entramado conjunto de las leyes divinas y las civiles no hubiera de presentar tensiones. No es nuestro fin embarcarnos en una discusión sobre este tema específico, sino más bien indagar las implicaciones de la distribución de géneros que Sófocles realiza entre los personajes. Tenemos al tirano, cuya palabra, desde el ejercicio del poder, deviene ley de la ciudad. Por su parte Hemón y Tiresias se muestran adoptando posiciones más flexibles, que sin dejar de lado la legalidad civil, son capaces de considerar también otros elementos de juicio: lo erótico, y el orden de lo sagrado, entre otros. [Sófocles: v.785-800, 1065-1090] Luego vemos a Ismene, joven temerosa que, en principio asume su condición de subordinada a las leyes de Creonte, razón por la cual se niega a rebelarse alegando que es mujer; más tarde Ismene intenta compartir el castigo que ha sido impuesto a Antígona, quizá a modo de solidaridad para con su hermana, quizá ante el temor de quedar viva pero sola. [Sófocles: v.58-69 y 537-540] Por último nos encontramos con Antígona, aferrada a “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses” [Sófocles: v. 456]

Ahora bien, tomemos a los personajes que se presentan como inflexibles: Antígona y Creonte. Notamos, entonces, que es el sujeto varón quien asume los roles que tienen que ver con el ámbito de lo político (acceso al mundo público, ejercicio efectivo del poder, legitimación de sus actos mediante la apelación al bienestar de la ciudad); mientras tanto, Antígona le opone el valor indiscutible y eterno de los mandatos divinos, los lazos sanguíneos que trascienden la vida de los hombres, el amor por lo ya no humano –dioses y muertos. Ambos se desentienden de las razones del otro, casi en un delirio monologal que sólo puede ser afectado por la muerte; ambos se conciben atados a un compromiso más importante: leyes de la ciudad o leyes divinas, aunque igualmente incuestionables. Del carácter pretendidamente eterno y, en consecuencia, invariable de las “leyes divinas” –el cual hace inconcebible una interrogación sobre su justicia- nos ocuparemos luego. Mas primero cabe indagar las estrategias que hacen de los argumentos creontinos algo incuestionable.

En instancia primera, vale destacar la “exageración” que tiene lugar en la representación del soberano. Como bien nota Martha Nussbaum, resulta demasiado sospechosa la negativa de Creonte a reflexionar sobre su decreto. En honor a la verdad, debemos decir que todos los personajes incitan al gobernante a una modificación de su decisión. A excepción del coro –cuya obsecuencia enraizada en un supuesto temor hemos mencionado-, la tragedia bien puede leerse como estando construida en base a los diferentes argumentos que van contraponiéndose a Creonte, y que éste sistemáticamente rechaza en una ilimitada defensa de los intereses de la pólis.

El primer personaje que encarna las fuerzas que potencialmente o en acto pueden oponerse a los modos de ser y hacer cívicos, es Antígona. Ella se fundamenta en las leyes divinas, las cuales “no son de ahora ni de ayer, sino que tienen vigencia eterna y nadie sabe cuándo aparecieron” [Sófocles: v. 457 – 458], y han de respetarse aun contra los decretos públicos (y mortales). Más tarde será Ismene quien recordará a Creonte que la doncella condenada a muerte es su futura nuera, intentando hacer valer la potencia erótica (de éros, a fin de diferenciarlo de la philía: el amor filial o de amistad) del vínculo entre los jóvenes. A su turno, será Hemón quien intente la salvación de su prometida, en la tentativa de persuadir a su padre de que no cuenta con el consenso del pueblo y de que lo más conveniente para sus propios intereses (los de Creonte) sería ceder (“no existe ciudad que sea propiedad de un solo hombre... muy bien reinarías tú solo en una tierra desierta” [Sófocles: v. 737 y 739] dice Hemón a su padre cuando éste se niega a escuchar más que su propia voz). En última instancia será Tiresias quien anticipe la mala fortuna por venir, en razón de que se ha dejado un cuerpo insepulto. Es de notar que, excepto el del adivino, los argumentos que se exponen están enfocados a la situación de condenada a muerte de Antígona. Sólo Tiresias invoca motivos religiosos (“los dioses ya no aceptan las plegarias de nuestros sacrificios, ni el fuego de los muslos, ni emiten las aves sonidos de buen augurio, porque están saciadas con la sangre coagulada del cadáver” [v. 1020 – 1023]), haciendo contrastar la inmortalidad de los dioses con la finitud de Creonte, condición humana que lo ha llevado a errar, a partir de lo cual es preciso ser prudente y enmendar la impiedad cometida. Impiedad que, desde luego, es doblemente grave al castigar también a la doncella que actuó según los mandatos sagrados [cf. v. 1024 – 1030].

Así pues, “en la vida de Creonte, toda relación es civil; las personas son valoradas en función de su productividad para el bien comunitario... Creonte se muestra incapaz de ver en cualquiera que se oponga a la ciudad otra cosa que un obstáculo que hay que superar” [Nussbaum: 103]. A ciencia cierta no podemos saber el modo en que semejante “reduccionismo” –por citar nuevamente a la pensadora norteamericana- impactaba en el auditorio, aunque tal vez sea lícito conjeturar que una versión tan obscena del personaje del tirano y su despotismo obedeza a la común concepción que de tal figura se tenía en el s. V a.C. [cf. M. I. Finley:1987, 183]. Habida cuenta de que los tiranos eran invariablemente de género masculino (tanto en la ficción trágica como en la mítico-histórica), es nuestro parecer que, una de las perspectivas posibles, habla de cierta imposibilidad por parte de Creonte de ceder, de incursionar en un proceso deliberativo más amplio, cuando tal posibilidad implicara una disminución del prestigio viril. Como el mismo Creonte va mostrando en el transcurso de la obra, él se ve en la necesidad de poner sus propias razones contra la juventud pasional de Hemón, la “enfermedad” que vuelve locas a Antígona e Ismene, la ambición de los adivinos que se venden al mejor postor. Sucede que de las decisiones de Creonte no sólo depende el gobierno de la ciudad, sino también el de sí mismo. Tal vez en el decir “Mientras yo esté vivo no será una mujer la que me gobierne” [v. 526; el subrayado es nuestro], podría reemplazarse “mujer” por “hijo”, “joven”, “viejo”, o cualquier otra persona o ente colectivo del socius en cuestión, puesto que la vista de Creonte está fijada en su primera determinación.

Ahora bien, si es verosímil pensar que la subjetividad masculina tenía como pilar el papel que el individuo tenía en la ciudad (patrimonio, cargos políticos, etc.), quizá no es alocado sugerir que un cuestionamiento a tal posición no podía sino ser entendida como una amenaza a su propio ser. Es decir, si en lugar de pensar en un individuo constituido que puede “ocupar” o “actuar” ciertos roles, aludimos a determinadas formas de hacer, pensar y sentir (modos de subjetivación) que son producidas en y a través de universos de significaciones, y que determinan los rasgos ontológicos de los diferentes tipos de seres que se entraman en un sociohistórico específico. Y bien, podríamos, de tal modo, decir con Foucault [1986, 29]. “No hay acción moral particular que no se refiera a la unidad de una conducta moral, ni conducta moral que no reclame la constitución de sí mismo como sujeto moral, ni constitución del sujeto moral sin ‘modos de subjetivación’ y sin una ‘ascética’ o ‘prácticas de sí’ que los apoyen.”.

Así pues, las condiciones político-institucionales de la época, posibilitaban que fuera pensable (aun en la versión paródica es necesaria una base común de inteligibilidad, que nos permita saber qué estamos parodiando) que un personaje de género masculino –Creonte- se viera cegado por el orgullo y la soberbia, haciendo converger las líneas de fuerza sociales (especificidad de las relaciones de poder entabladas entre los distintos grupos) y las individuales (modos de hacer, pensar y sentir sujetos a un saber distintivo sobre el propio sí mismo y a una perspectiva determinada de lo que es el orden social instituido). De otro modo: lo que aquí se estaría suponiendo ininterrumpidamente son las coordenadas que ubican a la masculinidad en estrategias globales y locales de ejercicio del poder sobre sí (ética) y sobre los otros (política), siendo el personaje creontino no ya la ”imagen” o “arquetipo” de cierto grupo –lo cual haría suponer una homogeneidad de las singularidades que es siempre ficticia- sino un emergente de tales mapas socio-subjetivos: un punto de adensamiento posible y singular, que surge del entrecruzamiento de fuerzas de distinto orden (diferencia cualitativa) e intensidad (diferencia cuantitativa).

Por otro lado tenemos a Antígona, “muerta en vida” por ser amante de los muertos, obteniendo a partir de tan extraño amor la fuerza para rebelarse contra el decreto de Creonte. Teniendo en cuenta los rasgos de carácter y los valores de la joven, los cuales puestos en tensión con los creontinos configuran el conflicto trágico, nos gustaría preguntarnos si era necesario que el personaje de Antígona fuera de género femenino. Por un lado, sabemos que en la Atenas del s. V a.C., las mujeres estaban recluidas en el ámbito de lo doméstico, siendo sus tareas la supervisión de esclavas, el tejido, y demás enseres de la casa. Prácticamente su único contacto con la esfera pública se verificaba en la asistencia a algunas fiestas religiosas. [Winkler: XX] Aquí “las mujeres” significa las hijas o esposas de los ciudadanos. Vale la aclaración dado que su caso difiere del de las mujeres pobres del pueblo que podían trabajar como nodrizas o vendedoras de cintas sin dejar de ser tenidas por “honestas”, como así también del caso de las prostitutas en todas sus variantes socioeconómicas. [C. Mosse: 67ss; Kurke:1997]. Teniendo esto en cuenta, conjeturamos que al espectador ateniense (¿acaso a nosotros no?) debía resultarle “natural” que el compromiso con los valores divinos sea asumido por un personaje femenino (¿tal vez un varón luciría “afeminado” en las mismas circunstancias? [Winkler: XX]). Acaso el curso de acción de Antígona también le resultaría bastante coherente. No es nuestra intención -y por lo demás, tampoco es algo que esté a nuestro alcance- quitarle conflictividad a la trama, sino más bien preguntarnos hasta qué punto era pensable otra actitud por parte de la joven.

En su rebelión, Antígona, aun si desafía la autoridad de Creonte, no consigue escapar a su destino femenino; toda su rebelión y la pasión que la anima quedan dentro del marco de los lugares tradicionales en los que las mujeres se desenvolvían (los lazos sanguíneos, los ritos sagrados, su matrimonio frustrado... en fin, la “ley del útero” [cf. Iriarte]), pero no sólo eso sino que la clase de leyes a las cuales ella se sujeta son de naturaleza distinta a las que rigen el compromiso de Creonte. Si las leyes divinas son “inquebrantables y eternas”, Antígona no puede sino recibirlas pasivamente, a modo de órdenes, lo cual la obliga a cumplirlas. Es como si la imposibilidad de argumentar públicamente que Antígona padece hubiera moldeado su subjetividad, la hubiera conformado como un ser pasivo que recibe órdenes y las cumple, aun en detrimento de sí misma. Tal vez podría entenderse desde aquí que “Antígona no se refiere al amor ‘patológico’ sino al amor ‘práctico’” como subraya Nussbaum haciendo uso de la terminología kantiana [Nussbaum: 107]

¿Pero ”en detrimento de sí misma”? Tal vez la única posibilidad que tuviera Antígona de ser alguien, era la de ser-para-el-otro, y no para sí; lo cual más que cuestionar la institución “mujer” de la época, antes bien la realimenta. “...Los individuos mismos son heterónomos, ya que juzgan aparentemente según criterios propios, cuando en realidad sus juicios tienen un criterio social” [C. Castoriadis: 97]. Si esto fuera así, sería coherente que la acción de la joven no acarreara daños a terceros, sino a sí misma (un ser-para-el-otro que se sacrifica por-el-otro), pero ¿sería esto una virtud como piensa M. Nussbaum (op. cit. p.111)? Quizá sí, siempre y cuando recortemos la acción de Antígona de sus implicaciones políticas, es decir: ¿Alcanza Antígona a cuestionar las relaciones de poder establecidas, a través de las cuales se distribuyen valores -opuestos y complementarios- para cada género, jerarquizando los masculinos por sobre los femeninos? A su vez, nos preguntamos si Antígona podría haber organizado una rebelión ya no individual sino colectiva contra el tirano, incluso contra el carácter tiránico del gobierno [cf. Iriarte para una lectura de esta rebelión individual como “soledad” heroica]. De hecho, su hermano Polínices había organizado un ataque contra su patria, para poner fin a una situación que consideraba injusta (la negación de sus derechos al trono de Tebas). Quizá hubiera sido preciso que Antígona fuera varón para que su obstinación la llevara a practicar y discursivisar una lucha de ese tipo. Como observa M. Zambrano [1967], la herencia paterna no se dividió del mismo modo entre varones y mujeres: los primeros heredaron a Edipo-Rey, Antígona a Edipo-Hombre.

Bibliografía:

· Aristóteles. Ética nicomaquea (varias ediciones)

· Aubenque, Pierre. 1999: La Prudencia en Aristóteles (trad. cast.). Barcelona: Crítica

· Bonilla, Alcira. ¿2004?: Antígona y la Ética Contemporánea. Buenos Aires.

· Castoriadis, Cornelius. 2001: Figuras de lo pensable (trad. cast.). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

· Finley, M.I. 1987: Grecia Primitiva: la Edad de Bronce y la Era Arcaica. Buenos Aires: EUDEBA.

· Foucault, Michel. 1984: La Verdad y las Formas Jurídicas (trad.cast.). México: Gedisa

· Foucault, Michel. 1986: Historia de la sexualidad II: El Uso de los Placeres (trad. cast). México: Siglo XXI.

· Iriarte, Ana. 2003: Antígona. En: http://www.gipuzkoakultura.net/euskera/ediciones/antiqua/iriart.rtf (Fecha de acceso a la página: 23/04/2005)

· Kurke, L. 1997: “Inventing the Hetaira: Sex, Politics and Discursive Conflict in Archaic Greece”. En: Clasical Antiquity, Vol.16, Nº 1, pp. 106-150.

· Louraux, Nicole. 1989: Maneras trágicas de matar a una mujer (trad. cast.). Madrid: Visor

· Mosse, Claude. 1990: La mujer en la Grecia Clásica (trad. cast.). Madrid: Nerea

· Nussbaum, Martha. 1995: La Fragilidad del Bien (trad. cast.). Madrid: Visor

· Pomeroy, Sarah B. 1975: Goddesses, Whores, Wifes and Slaves Women in Clasical Antiquity. New York: Schocken Books

· Sissa, Giulia. (1991): “Filosofías del Género: Platón, Aristóteles y la diferencia sexual”. En: Duby, G. Y Perrot, M. (Dir): Historia de las mujeres, vol. I, pp.73-111.

· Sófocles. 1983: Antígona (trad.cast. Ignacio Graneros). Buenos Aires: Eudeba.

· Vernant, Jean-Pierre y Vidal-Naquet, Pierre. 1987: Mito y Tragedia en la Grecia Antigua I. Madrid: Taurus.

· Vernant, Jean-Pierre. 1993: Mito y Pensamiento en la Grecia Antigua (trad.cast.). Barcelona: Ariel.

· Winkler, John. 2001. Las Coacciones del Deseo. Antropología del sexo y del género.

· Zambrano, María. 1967: “La tumba de Antígona”. En: Revista de Occidente, Año V, 2º época, Nº 54.

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